Una noche, en la plaza Nueva, entre esa paz de silencios y de orden armado, se produce un atraco. Estamos delante del Ayuntamiento de Sevilla, allí donde siglos atrás se levantara el Monasterio de San Francisco. Se oyen, tal vez, algunos pasos de un transeúnte que llega retrasado a su casa, las mangueras de los barrenderos, incluso, si se aguza el oído, la charla distendida de algunos trabajadores del hotel Inglaterra, que en la puerta dan por concluida la jornada. Justo al lado, en el hotel Cecil-Oriente de Sevilla: un grito, carreras. Dos policías de servicio lo oyen y acuden. Hay un breve encontronazo en el vestíbulo entre los guardias y los atracadores. Uno de ellos cae mortalmente herido. Pero no será el único crimen. El lector lo sabrá a medida que transcurra el relato, diálogos jalonados a veces por un coro que, en el sentido estricto de la tragedia, profundiza en el hueso de la historia. A medida que el libreto/relato avanza, quien lee (o asiste, porque también se asiste desde la soledad de la lectura) oye las voces de los actuantes. La Autoridad Militar interviene. Ha sido un asalto insólito, alguien habla de encapuchados con metralletas. Los testigos lo corroboran. El cadáver no tiene una herida aparente. La bala fatal no aparece.
Varias veces abrí y cerré el manuscrito. Puse un mensaje al autor: «¿Esto fue verdad?». «Sí». Respuesta concreta. Exacta. Letal. Porque esas muertes injustas, cerriles, crueles se me filtraban entre las palabras que leía, cada vez más desolada. No. Corrijo. Cada vez estaba más enfadada conmigo. Y por la parte de mí que es responsable de la desmemoria. Es cierto que hay miles de crímenes que la historia ha fagocitado y cientos de miles de vidas que se quebraron y se quiebran sin que nadie las reclame, sin que nadie grite su nombre. Y esa certeza se suma a la consciencia de que, en una dictadura, el Mal está protegido por el poder, por la férrea mordaza del silencio armado.
MERCEDES DE PABLOS
